lunes, 17 de septiembre de 2012

Poniendo a prueba mi inmortalidad

Que los bebeses alteran la vida es una realidad más palpable que el bigote de la Pantoja. Pero no sólo la de sus madres, no.
¡Ojalá! Al fin y al cabo son ellas las que se han metido voluntariamente en semejante lío.

Esos pequeños seres  han hecho que mis amigos dejen de salir por la noche, que todos sus temas de conversación se reduzcan a mucosidades y excrementos y que vayan a la playa con sombrilla.
La juventud no se acaba con los años. Finaliza en cuanto, en vez de darse estupendos baños en el mar y pasear por la orilla en playas semidesiertas, te pones "a la sombra" en playas atestadas de críos.
Y eso no hay nutritiva de Clarins que pueda remediarlo.

Pero no sólo han afectado a mi vida social y me han llenado de babas. Me han convertido en un ser de segunda categoría dentro de mi propia familia y han puesto mi vida en riesgo.
No es broma.
Mi Mami de toda la Vida está flipada con el sobrino. No algo entusiasmada en plan abuela. Literalmente enloquecida.
Cuando el sobrino viene a casa todo se desvanece a su alrededor. El resto del mundo deja de existir, incluída yo, por irritante que me resulte.

Hace unas semanas teníamos una comida familiar y yo estaba con una contractura brutal. Mi cuello se movía menos que el rostro de Nicole Kidman, pero yo sin botox.

A pesar del dolor, mi Mami, que es la Jefa de los Asuntos Sanitarios Familiares, decidió que tenía que intentar aguantar sin ibuprofeno ni myolastan. Yo creo que las drogas han sido injustamente vilipendiadas en general y, en contra de lo que dicen los anuncios esos de "consulte a su farmacéutico", estoy a favor de su uso. Sufrimiento, no gracias.

Le hice caso.
Mal.

Cuando ya estaba rogando a Dior para que viniese la muerte pidadosa y me llevase con ella, decidí luchar por mi vida y supliqué y supliqué a mi madre para que me diese mi dosis de Ibuprofeno.
Era la hora del baño del sobrino, y el gen de abuela se había apoderado de la voluntad de mi madre. Ya no le importaba nada, salvo meter en su bañera al sobrino y jugar con él.
Cedió y sacó un blister de entre la montaña de drogas que, como mandan los farmacéuticos, "mantiene alejada del alcance de sus hijas", uséase nosotras.

Mis ojillos leyeron "1000" impreso sobre aquel envoltorio y yo vi el cielo abierto. Normalmente tomo 600 mg, asi que casi se me saltaron las lágrimas pensando que era prácticamente el doble de mi dosis habitual.
¡Mil! ¡Moooola!

Como había quedado para salir aquella noche, me tomé aquella pastilla y me fui a mi casa a arreglarme mientras esperaba a que me hiciese efecto.

Nada.

Esperé más.

Mareos y más dolor.

Uy.

Esperé más.

Náuseas. Raro.

Llamé a mi Mami por teléfono para explicarle que el dolor, no sólo no había desaparecido sino que la niña del exorcista pugnaba por apoderarse de mi ser.
Por entonces el Sobrino ya estaba durmiendo, así que el resto del mundo ya volvía a existir para la superabuela.
- Eso no puede ser- me dice- ¿Qué has tomado?
- El ibuprofeno que me dejaste sobre la cómoda. Ponía 1.000. Tendría que haberme hecho efecto ya.
- Eso no puede ser. No hacen 1.000.

Miedo. Mi Mami fue a comprobar el contenido del misterioso blíster.
Noté su voz temblorosa al otro lado del teléfono.
- Era amoxicilina. Has tomado otra vez amoxicilina.
-Nooooooooo!

De pronto mi madre y yo supimos qué se nos venía encima. La amoxicilina es mi cryptonita. Es tomarlo y se activa la espiral del mal. El mal, el dolor y los vómitos sin control.
Corrí al baño. Ya no había remedio.
Mi Mami cogió el coche y vino al rescate, pero la amoxicilina ya estaba en mi sangre y mis superpoderes me habían abandonado junto con la dignidad.

Para cuando llegó, yo lloraba abrazada a la taza del váter.
Me inyectó un primperán y se quedó esperando a que los espasmos parasen y yo me quedé frita de puro agotamiento.

Nunca sabré si ha sido un descuido involuntario o si mi propia familia atenta contra mi vida.














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