lunes, 14 de diciembre de 2009

Supervivencia extrema en el inhóspito mundo de los talleres

Tengo claro que esto de los coches no es para mí. Yo debería de tener un chofer. Eso, o limitarme a los trayectos a los que pueda ir andando, o en avión.
Me provocan ansiedad y mal vivir.
Hoy tengo una cita. Una cita secreta de esas de cosquilleo en la barriguilla y mirada de perro pachón. Como quería ir bella como una estrella, planifiqué hasta el milímetro cada uno de los milisegundos de mi tiempo libre, que ya sabemos que la belleza no cae del cielo y lleva su tiempo.
Bueno, eso lo sabemos nosotras, porque los tíos piensan que ya venimos así, suaves y exfoliadas de serie. Ellos compran revistas y ven películas… y creen que el mundo real es ése. Lo ignoran todo sobre hidrataciones, depilaciones, mascarillas, planchas de cerámica, bálsamos, maquillajes…
Piensan que los dorados glúteos de las portadas de la Man son un regalo de la naturaleza y ni se les ocurre pensar en las horas de gimnasio, bisturís, photoshop y solarium que son los verdaderos artífices del milagro.
En fin, que yo quería ponerme mona para compensar un poco la última imagen que se llevó de mí, con el pelo como el de la bruja avería con ojos de mapache resacoso… Yo no sé qué pasa, pero después de salir siempre me queda un poco de pintaputa. Juro que me desmaquillo concienzudamente con un bi-fásico de Clarins… pero al día siguiente siempre tengo ese rollo de mujer de malavida que es lo peor para ir a una comida en casa de tu abuela.
En este caso, peor, porque en esos casos a mí no me encaja eso del momento Doris Day “cariño, voy a ponerme cómoda”… para salir del cuarto de baño con un picardías y una bata de gasa de artista de los 40s venida a menos.
A veces he pensado en levantarme de madrugada y desmaquillarme y acicalarme como es debido, para al día siguiente levantarme como una princesa, y no como una vagabunda… pero luego me quedo dormida y siempre me levanto con los ojos escocidos por el rimell y un extraño parecido con Marilyn Manson en un mal día.
Total, que salí a mediodía del trabajo, con el tiempo cronometrado para comer algo, hacerme una mascarilla y dejar el modelito listo para después.
A las 14:55h estaba apagando el ordenador con los motores rugiendo como los coches de Fórmula 1 en boxes. Cojo el bolso, me pongo el abrigo, bajo las escaleras de dos en dos, subo al coche como un rayo, enciendo el motor y salgo disparada… y de pronto… “tac, tac, tac”…
Yo no presto mucha atención al coche, pero hasta el último mono del Amazonas sabe que un ruido así no puede ser cosa buena.
Pruebo a ir mas despacio…”tac…tac… tac”
¡Oh! ¡la cosa me persigue!
Acelero y… “tac,tac,tac,tac,tac” como una metralleta.
¡Uh! ¡qué mala pinta!
Me bajo a mirar si tengo una rueda pinchada, que es lo única avería que yo concibo. Nada. Subo al coche y paso al plan b: pedir auxilio.
Llamo a Viejo Pachanga:
- Oye… que el coche me hace ruido
- ¿Qué clase de ruido?
- Tac, tac
- ¿tac, tac?... ¿no puedes ser más explícita? ¿dónde lo oyes?
- Pueeees… en algún lado del coche, claro.
Viejo Pachanga suspira:
- Ya, pero ¿dentro o fuera?
- No sé. Pero mira, yo saco el móvil por la ventanilla a ver si lo oyes
Lo hago con mi mejor voluntad, pero Viejo Pachanga está empezando a perder la paciencia.
- No puedo saber qué es lo que pasa si no veo el coche. Traélo y te lo miro.
- Imposible, voy muy apurada (no voy a decirle a Viejo Pachanga que tengo que hacerme una mascarilla hidratante, claro).
- Bueno, pues llévalo al taller y que te lo miren.
Ideaza. Cuelgo el teléfono y, sin dejar de conducir, abro la guantera para coger el libro gordo negro que me dieron con el coche… Como nunca se me ocurrió leerme ese libro tan feo, tardo un poco en encontrar el Teléfono de la Esperanza y los otros coches me pitan un poco porque, al parecer, voy haciendo tantas “eses” como si fuese piripi.
Llamo al número de emergencias y les explico lo apurado de mi situación, obviando lo de la cita de esta noche e inventándome que tengo que ir al médico, que la gente suele ser insensible a los problemas de hidratación.
Consigo que me reciban en ese instante y me planto en el concesionario con cara de no haber roto un plato. En los talleres trabajan hombres, y no suelen atender a razones. Yo siempre me hago la tonta y pestañeo rapidito para que se sientan superimportantes, así me resuelven las cosas cuanto antes y se van luego a su casa pensando que han salvado a una ingenua damisela en apuros.
La damisela va hasta el mostrador de recepción, abre mucho los ojos y pone todo su encanto al servicio de la causa:
- Tengo un problema enoooorme (sonrisa) Seguro que tú me puedes ayudar (pestañeo, pestañeo)
El macho se pasa la mano por el pelo y la damisela sabe que está irremediablemente perdido. En 20 segundos el jefe de taller tenía la orden de presentarse “inmediatamente”, y el caballero andante acompañaba a la tonta damisela a ver el coche causante de tanta desdicha.
Por el camino, y a sabiendas de que la reparación podría llevar su tiempo, la chica desvalida pone la mano sobre el brazo de su salvador y refuerza su estrategia:
- Muchísimas gracias, de verdad, no sé qué haría si no fuese por ti. Es que voy tan apurada…
El macho se atusa de nuevo el pelo:
- ¿Para cuándo lo necesitas?
- Tengo la revisión médica a las 16h
El macho consulta su reloj: son las 15:20h…
- Bueno, veremos qué podemos hacer

A las 15:55h el tornillo que se había clavado en la rueda ya no estaba allí, y la damisela recibía las llaves y unas sentidas disculpas por no haber sido capaces de terminar 5 minutos antes para darle más margen. La damisela arranca el motor, y saca la mano por la ventanilla para despedirse.
Una fugaz comida, y una mascarilla después, regresa al trabajo para seguir con su planning.
… la piel me ha quedado estupenda.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Difuntos retroactivos

Aquí donde yo vivo (o sobrevivo, según se mire), a eso de Halloween se le llama Samaín. Al parecer, también viene de la manía esa de los Celtas de andar mentando a los espíritus.
Este año nos saltamos la alegre tradición de hacer una cena con posteriores copazos el día de Samaín… así que nos limitamos a los hábitos etílicos disfrazadas de diablesas. Disfrazada es mucho decir, que no había preparado nada y me apañé con un vestido rojo de esos que no dejan nada a la imaginación y unos cuernecitos que me trajo Protocolo Venezuela.
Que el arreglo de última hora tuvo el efecto deseado no hay ni que decirlo. Me hubiese venido bien uno de esos repelentes de insectos. Pero como está claro que yo me lo había buscado, toreé a los pulpos con gracia y salero y acabé la noche rendida a los encantos del honorable deporte del baloncesto.
Hasta aquí, nada nuevo. La cosa está en que, en medio de la noche de Difuntos, va, y se me aparece el mío propio. Pensé que se trataba de una simple presencia producto de la magia de Samaín y como soy más de llevar perfume en el bolso que agua bendita, no hice nada para repelerlo.
Lo que no sabía yo, es que eso de la resurrección de los muertos viene con efecto retroactivo. Como si lo encargas por Internet, pero sin necesidad de quemar más la tarjeta.
Que el Difunto es feo lo saben hasta los monos del Amazonas. Es feo y encima antipático cuando se lo propone (que es con cierta frecuencia). Además está gordo. No es que tenga algún michelín por ahí suelto… es que él es la reencarnación del dichoso muñeco de los neumáticos… pero tiene un nosequéquequéseyo de esos de volverte loca… así que cuando el otro día lo ví entrar en el local en el que estaba con mis amigas, la música se paró y todo empezó a girar a cámara lenta. No es que yo sea una mujercita victoriana precisamente… pero es que es verlo en toda su inmensidad, y se me suben los colores y me salen corazoncitos de la cabeza como a la Gata Loca cuando veía al ratón. Igual.
Me pongo tontorrona y ronroneo.

Total, que los astros debieron de alinearse, y allí estábamos los dos, rememorando tiempos pretéritos mientras mis amigas me miraban con los ojos como platillos volantes.
Llegó la hora de cierre y con ella la de las decisiones. Protocolo vino a interesarse por mis intenciones y tuve la sensación de que el Difunto quería volverse a la tumba sin recordar las alegrías terrenales. Me empujó suavemente hacia mis amigas y me dijo al oído:
- Sigues siendo demasiado guapa y eso no nos conviene a ninguno de los dos.

Yo es que soy algo tonta, eso también lo saben los monos del Amazonas, pero esas cosas me gustan y hacen que me suba un calambre desde la punta de mis stilettos hasta el flequillo.
Cambié de local con el corazón bombeándome a tal velocidad que me temo que se me haya quedado la sangre centrifugada. Para distraerme dejé que un chulito de camisa blanca extendiese ante mí sus plumas de pavo real. La verdad es que la criatura estaba tan buena que se crujía… pero yo seguía anclada en el momento Poltergeist.
En eso, me llega un mensaje de la ultratumba anunciándome que una botella de champagne estaba enfriándose en la nevera. Estrellitas en mis ojos y el chulito que me dice que se va a por el coche para llevarme a otra discoteca. Más mensajitos de quinceañeros y la camisa blanca del chulito sale por la puerta a cumplir su amenaza.
Las niñas, que me quieren y por eso no aprecian demasiado al Difunto, ven la cara de heroína de Emilie Brontë que se me está poniendo y renuncian a sus opiniones sobre el orondo objeto de mis amores animándome a que recoja mi trench y salga a por un taxi.
…y el chulito en la puerta con un BMW todoterreno que, digo yo, le habrá cogido a su padre. Se baja, me abre la puerta y me invita a subir.
Protocolo ve mi duda:
- Ni se te ocurra
- Es que ir ahora a por un taxi me da pereza
Protocolo es muy amable habitualmente, pero hizo una excepción mirándome con cara de loca:
- Oye… con toda la lata que nos has dado con el Difunto, como te subas a ese coche te bajo de los pelos.
No me gusta que amenacen mi peinado y, además, Protocolo me agarró del brazo y me sacó de allí en un pispás.
Hacía exactamente un año que no iba a casa del Difunto, así que tuve que pedirle que me recordara su portal: entrada principal, el primero a la derecha.
Vale. Fácil. He estado allí millones de veces, así que llego, respiro y pulso el telefonillo.
-Piiiiii
(nada)
(me coloco el pelo)
-Piiii
(nada)
(miro el portal)
-Piiii
Cruich, cruich…(alguien descuelga)
- ¿quién es?
¡Uy! ¡qué malos modos!... por mucha ultratumba en la que estuviese el Difunto no me suena su voz. Me disculpo suave.
-Perdón. Creo que me he confundido
- ¿Perdón? ¡son las 5 de la madrugada!
- Me hago cargo, disculpe.
Como me había tomado unos cuantos bacardilimonconcola no me dio tanto corte como debería, y me quedé un poco perpleja allí parada, en medio de la noche, oyendo los gritos del señor al que desperté y sin saber a qué inframundo había volado mi Difunto.
En eso caigo ¡Derecha! … se ve que me perdí algún capítulo de Barrio Sésamo.
Rectifico la dirección y subo, al fin, a su casa. Muebles nuevos, dos copas de champagne sobre la mesa… y el Difunto abriéndome la puerta en pijama.
Yo creo que debo de tener algún desorden mental sin diagnosticar. A veces me preocupo. Encontrar atractivo a un tipo que parece un muñeco de nieve en pijama… ¡en fin!
Con felpa y todo, aquello era como un sueño maravilloso, los dos relajados, entre risas y burbujitas… él tan tierno, yo tan tonta…
Me coge de la mano y me lleva hasta su habitación. Cama nueva, pero la misma pasión de siempre… De pronto ¡Plam! Perdemos el equilibrio y acabamos en el suelo. Todo ese cuerpo serrano se me viene encima y me deja sin respiración. Al intentar incorporarse golpea la estantería que tiene delante y ¡Uahhhh! El equipo de música me cae en la cabeza. Me llevo la mano al sitio donde me ha golpeado y ¡plap! Un libro en la cocorota ¡No puede ser! Levanto la vista y veo un millón de libros que llueven sobre mi ¡plas! ¡ay! ¡plas! ¡uh!...
De pronto, la tormenta literaria cesa. Allí tirada, magullada y dolorida, pienso que es una señal del cielo. No se debe resucitar a los muertos.