lunes, 16 de noviembre de 2009

Castigo de Dior por cochina traidora

Vengo con los pelos pinchos y los nervios de punta. No sé para qué hago yo caso a nadie, si me conozco bien, a mí, mis limitaciones, neuras y manías.
Yo tenía un coche maravilloso. Viejito, rascado y pequeño, pero maravilloso. Aguantó con heroico estoicismo mi particular estilo de conducción, y fue fiel compañero de aventuras durante más de 10 años (tengo amigos que conozco desde hace menos).
De un tiempo a esta parte hay que reconocer que el pobre presentaba ciertos síntomas de edad. Las personas humanas que me rodean, y que pienso que me quieren, insistían al unísono en que tenía que jubilarlo y comprar algún vehículo más moderno.
Dejó de funcionarle el aire acondicionado, el MP3, y también empezó a hacer ruidillos extravagantes… pero iba bien de mi casa al trabajo, que es lo que tenía que hacer.
Como ya se acercaba el momento de pasar la ITV, y no hacía más que oír “tienes que cambiar el coche” como en una pesadilla… cedí. Compré un coche, abandoné a mi fiel Ibi en un concesionario y deposité a su brillante sustituto en el garaje.
Nunca he sido mucho de leer las instrucciones de nada. Soy mujer de acción e intuición, pero eso no siempre me da los mejores resultados.
Esta mañana, conociéndome como me conozco, me levanté una hora antes en previsión de la escenita que me esperaba en el garaje. No me equivoqué.
Más tensa que Judas en la última cena me asomé desde el ascensor para observar al enemigo. Allí estaba. Más negro que los pecados y quietecito donde lo había dejado.
Pulsé temblorosa el mando y encendió sus luces amenazantes.
“Bueno… no puede ser tan complicado”, pensé erróneamente. Como bien apuntó El Creador, se han producido muchos avances en el mundo del automóvil que yo me he perdido… así que todas esos pilotitos luminosos me hacen sentir como en un avión… ¡ojalá! Yo en los aviones me relajo muchísimo porque no soy yo la que conduzco.
Mi garaje es como yo, complicadito y con curvas, así que sacar de allí a la fiera se me hizo más difícil que hacer un MBA.
Suelto el freno de mano, pongo la marcha atrás y “la cosa” se pone a pitar como poseído ¡¡Agggh! ¿pero yo qué he hecho? Me bajo con urgencia, y veo que el sensor de aparcamiento es eso: sensible y chilludo, como Penélope Cruz.
Vuelvo a sentarme, voy hacia delante y todo va bien… marcha atrás y… ¡Pi, Pi Pipipipipiiiiii!
¡Aghhhh! Vuelvo a salir, pensando que he atropellado a una vieja en silla de ruedas como mínimo… pero no ha pasado nada.
Me siento otra vez, con el corazón palpitando como si hubiese corrido la maratón de NY.
“A ver, a ver, relájate. Miles de personas hacen esto a diario. Tú también puedes” pensé ingenua de mi.
Vuelvo a intentarlo y en esto, suena mi móvil a través del manos libres como la voz de Dios atronando en el Juicio Final. Me pongo nerviosa. Le doy a un botón para coger la llamada y… “chuiiiiccccc” el techo solar empieza a abrirse.
¡Oh no! El teléfono volviéndome loca y yo pulso botones histéricamente: el limpiaparabrisas moviéndose como un psicótico, los espejos retrovisores que se giran, y el techo que empieza a descapotarse.
¡Aghhhh! Salí allí de un salto, convencida de que todos esos caballos que no sé para qué me sirven (yo voy despacito así que me vendría mejor un poni manso) habían tomado el control de mi vida. Por un momento tengo la tentación de darle con el paraguas hasta que pare de hacer cosas… pero un viejito que vive en el edificio llega y trato de disimular.
- Buenos días- me dice perplejo ante mi cara de desasosiego.
- Mmmbleblm..grrs.drrs.. Buenos días…
- ¿has cambiado de coche al fin?
- No sé… bueno, si…
- ¡ah! ¡muy bien! Ya era hora
- Bueno… no nos entendemos muy bien, no se crea.
- ¿quieres que te ayude?
El calor me sube desde las puntas de las bailarinas hasta el extremo superior de las orejas.
- No es necesario, no se moleste
- Que no es molestia, mujer, si me encantan los coches.

Y la pasa aquella, contemporánea de Matusalén, me coge la llave, trepa a mi coche, ajusta en un plis, plas el asiento y de un vistazo localiza todos los botones que tiene que pulsar para que todo vuelva a la calma. La pasa me dice:
-Sube, que te lo saco del garaje.
Me subo obediente y humillada y en un par de maniobras expertas sube la empinada rampa y me lo deja fuera, tranquilito y con el limpiaparabrisas balanceándose a la velocidad perfecta.
La pasa se baja de un salto y me devuelve las llaves.
- Bueno, ya está. Si a la vuelta necesitas ayuda para aparcarlo me lo dices.
- Gracias- balbuceo sumida en la deshonra.

La pasa desaparece y yo tengo unas ganas de llorar y de que me devuelvan mi Ibi que me quiero morir.