miércoles, 13 de enero de 2010

El pollito maquinero

La Hermanilla nació cuando yo sólo tenía un año y tres meses, así que mi historia como hija única es más bien corta. No sólo eso, sino que tuve que aprender a sobrevivir con mis ojos y pelo insulsamente marrones junto a una hermanilla de llamativos ojos azules y dorados rizos.
Según mi madre, cada vez que algún adulto desconsiderado se acercaba a mi insolidariamente guapa hermana y decía con admiración algo del tipo <<¡qué ojos tan azules!>>, yo hinchaba pecho y les decía: <<¡¡y yo “negos”!!>>
Así aprendí yo que la vida es dura.

A pesar de ello, y como los Incordios Adorables tardaron bastantes años en nacer, Hermanilla y yo vivimos una infancia bastante feliz y protagonista. Yo era canija y castaña, así que no me quedó otra que ser simpática. Un poco repipi, en opinión de mi madre, pero es que mi madre se creía jipi, y lo peor que le puede pasar a una jipi es que le salga una hija con ínfulas de princesa.
La cosa es que cuando llegué a cole me fue bien, porque ya tenía práctica de la guardería en ser adorable. Es feo que lo diga, pero es la pura verdad: Hermanilla era rebelde y mona, y yo encantadora.

En el cole había un montón de niñas, y las monjas daban bastante más miedo que las profes de mi guarde… pero yo ya sabía que ni una monja gorda con incipiente bigote se resiste a una sonrisa profesional de las buenas.
Así que, a los cinco años, yo pensaba que el mundo era eso: que toda la gente te quería porque sí, y punto.

En ese primero de EGB tenía yo 4 amigas del alma, y fue en el cumpleaños de una de ellas donde descubrí que el amor humano es efímero y traicionero. Mis actos sociales de entonces se limitaban a las fiestas de cumpleaños. Nada era más importante que eso. Que el propio John Galliano me suplicara de rodillas hoy en día que asistiese a uno de sus desfiles sería insignificante comparado con el hecho de ser convocada para toooodos los cumples de la clase. Aquello sí que era relevancia social.

En aquellos cumples solían estar otras compañeras del cole, y, salvo algún primo o vecino, la VIP List se circunscribía a los pupitres cercanos. Rompiendo todos mis esquemas de protocolo infantil, en aquel cumpleaños sólo estaban del colegio las otras dos Mejores Amigas. El resto eran pequeños seres desconocidos, también reyes y princesas cada uno de su casa.

Sobrecogidas por la impactante noticia de no ser sus únicas amigas favoritas, asistimos con estupefacción y algo de rencor a aquella fiesta de la que no éramos protagonistas indiscutibles. Por si todas aquellas inesperadas alteraciones en nuestros esquemas no hubieran sido suficientemente dolorosas, llegó el momento en el que supimos que, definitivamente, Natalia nos había mentido cuando nos decía que éramos sus superpreferidas.

Cuando yo era pequeña no había tartas de gominola, ni con Winnies de Pooh dibujados con azúcar de colores. Cuando yo era pequeña la máxima sofisticación en términos de pastelería infantil consistía en decorar las tartas con unas casitas de chocolate y unos pollitos amarillos desproporcionadamente grandes para aquellos hogares diminutos.

Ver aquellos tres pollitos orgullosamente plantados frente a la urbanización de chocolate nos iluminó a todos los ojos. Como pequeños Gollum codiciosos, ansiamos poseer una de aquellas tres maravillas. Todos queríamos uno, pero a mi me parecía, que para que la justicia reinara en esta vida, nos correspondían a mis amigas y a mí, que para eso Natalia nos había dicho que éramos sus amigas más queridas del universo conocido… Pero la justicia a veces es escurridiza, y Natalia nos descubrió el amargo sabor de la traición entregando los deseados muñequitos a sus primas y a una vecina a la que, al parecer, le profesaba mayor cantidad de afecto infantil.

El fin del mundo conocido me sobrecogió con violencia ¿pero cómo era posible que pudieran querer a otra persona más que a mí? ¿Desde cuándo yo había dejado de ser la favorita? Y, sobre todo, ¿cómo es que yo me había quedado sin pollito?

Como en todas las grandes historias, en esa fiesta llena de imprevistos tuvo un importante papel el que años después sería el causante del castigo más largo jamás contado (en realidad, aún no me lo han levantado y mucho me temo que todavía sigo castigada)… pero ésa es otra historia. El hermano pequeño de Natalia era el ser más molesto y caprichoso que haya visto el mundo después de la ex – cantante de la Oreja de Van Gogh. Un ser irritante y consentido que, al ver que los pollitos iban a parar a otras manos que no eran las suyas montó un zipitoste de no te menees, se echó encima de la tarta, agarró a uno de aquellos inocentes muñequitos… ¡y lo destrozó!

Creo que la cámara lenta aún no se había inventado, pero yo lo vi todo como cuando a los “walkman” se le acababan las pilas… la mano del Molesto Ser cayendo sobre la tarta, apoderándose del sufrido pollo, arrancándole las patas, la cabeza, tirándolo al suelo y pisoteándolo.

Todos gritábamos compungidos… pero para cuando la madre de Natalia actuó, el pollito ya era un triste amasijo de algodón amarillo. Como Tamara cuando se le acabó lo del “no cambié” y ya no la querían en Crónicas Marcianas.

Se montó un lío tremendo, Natalia lloraba, hubo peleas por ver cuál de las agraciadas se quedaba sin pollito… y yo aproveché la confusión para meterme en el bolsillo del vestido el cuerpo del delito.

Cuando llegué a casa, me apresuré a ir a mi habitación para salvar la vida a aquel desdichado. Puse el cuerpecito desmembrado sobre mi cama, y supe que aquello no había Pritt que lo arreglara, así que tuve que deslizarme hasta el cajón donde mi madre guardaba todas sus armas secretas. La Madre Imelda, una monja apaisada que nos daba manualidades, nos tenía prohibido usar el pegamento Imedio sin su supervisión, pero yo nunca fui muy obediente, y aquello era una cuestión de vida o muerte. Sin mucha pericia, y con los dedos todos pegoteados, conseguí unir el cuerpo y las patitas, aunque estaba claro que después de aquella operación su carrera deportiva había terminado.

Aún faltaba lo más importante: el Molesto Ser le había desfigurado la cara… y eso sí que no.
No disponía de modernas prótesis, ni siquiera de cartulina roja, así que tuve el pollito tuvo que conformarse con el pico que le pinté sobre papel cuadriculado, y que coloreé con un plastidecor.
Vivienne Westwood se hubiera sentido orgullosa de mi inconsciente inspiración tartán.
Volví al cajón de mi madre para hurtar la más secreta de las armas prohibidas: el edding permanente. Con la mano temblorosa, y la lengua un poco de fuera para esforzarme más, pinté dos puntos negros para que le sirvieran de ojos.

Miré mi obra satisfecha. Al pobre se le había quedado una pinta un poco maltrecha, como si se hubiese pasado con las pastillas… pero yo entonces no sabía nada de psicotrópicos, y pensé que se habría quedado impactado por el ataque del Molesto Ser.

El pollito aún vivió muchos años, hasta que el perro de mi hermana decidió probarlo como chicle y ahí ya no hubo remedio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario