lunes, 1 de febrero de 2010

El potro de torturas del sargento genealógico

Aunque mi pobre madre ya está habituada a que los pacientes le pidan que “le eche una diagnosis” o le digan que se olvidaron de ponerse la “ursulina” tardó un buen rato en entender a la buena de la señora que necesitaba de urgencia una cita con el “psicólogo de abajo”.

Pensó que se refería a la asistente social, que está en la planta baja… y hasta que la mujer echó mano de una grosería para indicarle que tenía una infección “genealógica” morrocotuda, mi progenitora no se dio cuenta de que se refería al ginecólogo, y no a que toda su familia necesitase antibióticos a puntapala.

Ando con los pelos pinchos porque yo también tengo que ir al psicólogo ése… y prefiero que me quemen el armario a pasar por ese mal trago. Me da un bajón de glamour de esos de necesitar un ingreso en un Six Senses Spa.

Mi anterior médico era un amable caballero de pelo blanco, exquisitos modales y manos de seda. Yo he llegado a pensar que no es humano, sino un elfo venido a este mundo para evitar que fulanos cargados de testosterona hurgasen en mis entrañas sin ningún tipo de consideración a mi naturaleza pudorosa.

Un buen día, y por razones que no revelaré ni aunque secuestren a mi peluquero, necesité una segunda “diagnosis”… así que, haciendo caso a los que me aseguraban que era “la mejor”, tuve que pedir una recomendación para que me viese una médico que trabaja en la Seguridad Social (yo diría que formada en los marines, o algo) y que es más bruta que unas bragas de esparto.

Llego puntual y me oriento a través de los doce millones de folios impresos y pegados con celo que hay por todo el centro. Veo que eso de la sinaléctica corporativa por aquí no ha triunfado. Al fin, localizo una puerta que tiene una placa con su nombre y un cartel enooorme que pone: “Avisad a la enfermera al llegar. Esperad a que os llamen”.

Vale. Alto y claro. Así me gusta.

Sigo las instrucciones del sargento genealógico y me acerco a la puerta de la enfermera.

Llamo. Nada. Vuelvo a llamar. Nada

Me siento en uno de los asientos de la sala de espera, justo entre una señora con un mostacho más poblado que China, y una poligonera de esas que tiene el detalle de enseñarme toda la rajilla del culo cada vez que se echa hacia adelante para cambiar la canción que suena en el móvil que tiene entre las manos.

Yo ya sé que esto no está bien, pero me aburro más que en un concierto de Alex Ubago, así que le echo un vistacillo inocente a lo que está escribiendo en la pantalla del artilugio (tan tuneado como ella, por cierto):

“k kñz chrr, aber si akb prnto d tokarm el kñ y ns bmos, g, g, g”

Entre que no entiendo nada, y que adivino unas faltas de ortografía de esas de doler los ojos, me doy cuenta que mi abuela tiene razón en eso de meterse en las cosas de uno.

Entra y sale la gente de la consulta sin parar, y allí nadie me llama. De pronto, la hermana gorda del muñeco de Michelin entra como un huracán en la sala de espera y abre sin contemplaciones la puerta a la que yo he llamado minutos antes sin éxito.

Calculo que es mi oportunidad para anunciar mi presencia en tan extraño lugar y me acerco a la puerta que ha quedado entreabierta.

Con unos sudokus encima de la mesa, la señora enfermera mantiene una animada conversación telefónica con alguien a quien llama “bonita” todo el rato y a quien está explicando que va a salir antes de trabajar porque se quiere acercar a las rebajas y por la tarde hay mucha gente.

Como me da la sensación de que me ha visto, pero no me mira, toco suavemente la puerta.

Ella levanta la vista y le dice a “bonita”:

- Espera un momento, aquí hay alguien que no sabe leer los carteles- Me mira con impaciencia y me dice: “Qué quieres?"

-Es que en la puerta pone que avisemos al llegar y...

Suspira con resignación y vuelve a dirigirse a bonita por teléfono:

- Un segundo, ¿eh?- coge un bolígrafo y me pregunta fastidiada por mi nombre.

Revisa la lista y me dice indignada:

-¡Tenías que haber entrado hace 5 minutos!

-Lo sé, pero llamé a la puerta y nadie me contestó.

Pensé que iba a arrojarme el teléfono a la cabeza:

-¡Claro! ¿No ves que estaba teniendo una conversación privada?

Por un segundo pensé en golpearla con una de mis Pretty Ballerinas hasta hacerle sangre, pero era un modelo muy bonito y no me apetecía tener que tirarlas.

Discutir tampoco me iba a ser de utilidad, así que apreté los labios fuerte y pensé en la terraza del Café del Mar, que me da mucha paz interior.

-Ah.... Pues tendrás que esperar al final, porque como no avisaste te hemos saltado.

-Mbfgrfislgsh.... - puesta de sol en Ibiza, puesta de sol en Ibiza- de acuerdo, gracias.


Vuelvo a mi sitio y espero. Espero hasta que tengo la sensación de que me estoy haciendo más vieja que Sara Montiel en aquella silla de plástico incómoda.

Al fin, la enfermera asoma la cabeza desde su guarida y grita mi nombre.

Atravieso la misteriosa puerta con el mismo ánimo que si me fuesen a ajusticiar y me encuentro al Sargento Genealógico rodeada de papeles.

-¡Siéntate! - me ordena sin mirarme- Estoy revisando tu historia.

Me pregunto cómo en la sociedad de la información todavía tienen esas carpetas descoloridas y trillones de papelotes, pero me doy cuenta que me conviene más estar callada y responder obediente a las cuestiones que me va planteando sin levantar la vista de la carpeta.

-Bien, vamos a explorarte. - Se levanta, abre una de las puertas que comunican con otra de las salas misteriosas y pide a quien se oculte tras esa pared llena de incógnitas que me preparen.

Me siento como el objeto de algún sacrificio ritual. Allí hay dos mujeres vestidas de verde, que ignoro si son enfermeras o jardineras del ayuntamiento, que me tienden un pañito y me señalan la puerta de un baño a la orden de “desnúdate”.

-¿Y mi bata? -pregunto más inocente que Heidi.

Los guisantes con croks se ríen tanto que hasta me dan miedo:

-Aquí no hay batas - dice uno de los guisantes- ¡no te preocupes, que todas somos mujeres y ya sabemos todas lo que tenemos!

¿Queeeeeee? ¡yo no sé lo que tiene nadie ni lo quiero saber! ¿Pero qué tendrá que ver ser mujer con despelotarse delante de otras?

Café del Mar, Café del Mar. Brisa marina y los cubitos de hielo tintineando en mi copa.

Entro en el baño y haciendo equilibrios para no tocar muchas cosas, meto toda mi ropa (excepto el tanga y las medias de blonda que me las dejo puestas por mucho que digan los guisantes) en mi bolso, para evitar colgarla allí donde la marsopa bigotuda habrá puesto la suya.

Estirando todo lo que puedo el ridículo trapito verde salgo dando saltitos del baño y, veloz, me subo a la camilla.

Los guisantes se mueren de la risa:

-¡Pero si estamos más que acostumbradas a ver a mujeres desnudas!

-Pero yo no trabajo en un Peep Show, así que me quedo así - terqueo.


En esto, el Sargento Genealógico entra en escena como una se espera de una mujer de semejante carácter: abriendo la puerta como lo haría Napoleon.

Yo, que vengo entrenada de mi anterior “psicólogo de abajo”, al verla llegar con ese ímpetu, subo las piernas y las coloco en “el espatarrador” de inmediato.

Ella me mira. Yo, que no tengo por costumbre presentarme ante la gente de esa guisa, la observo con un poco de desconfianza.

-Qué haces con esas medias puestas?

-Yo le dije que se quitara todo - interviene uno de los guisantes

-Hace frío y no te molestan para nada - replico yo (lo del frío no es verdad, pero aquella gente no parecía avenirse a razones emocionales)

-No hace frío, pero es verdad que no me molestan -concede el Sargento, que vuelve a mirarme con dureza- ¿Y qué haces con las piernas ahí subidas? ¿trabajas en un Circo?

¿Que quéee? aquella tipa me estaba vacilando

-¿No tengo que poner las piernas ahí?

-¡Sólo cuando yo te lo diga!

Las bajo con gran esfuerzo para no destaparme, porque, como saben hasta los monos del Amazonas, soy pudorosa pero no contorsionista.

Me siento con las piernas muy juntas. Aquello estaba siendo una contrariedad. Es extremadamente difícil mantener la elegancia si sólo te dan una servilleta de un horrible tono verde para cubrirte.

El Sargento me hace un par de preguntas y después me dice que vuelva a espatarrarme. Los médicos son una raza cruel. Ni siquiera pienso que sean humanos.

Lo hago mientras la veo colocarse unos guantes, venir hacia la camilla. e introducir su mano como lo haría Winnie de Pooh en una colmena de miel. Yo, que no estoy habituada a esas tomas de contacto tan bruscas me contraigo.

Ella me riñe:

-¿Quieres relajarte?

Sé que estoy cavando mi propia tumba, pero no puedo reprimirme:

-Es que si no me invitas antes a unas copas y me dices algo bonito...


Será muy buen médico, yo no lo dudo, pero creo que la Inquisición ha perdido un gran talento.


1 comentario:

  1. ¿Estás segura de que eran mujeres, y no alienígenas infiltrados experimentando con seres humanos?

    ResponderEliminar